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La figura que, seguramente, quedó grabada en nuestra memoria fue la de Don José Ríos, hombre de escasísima cultura, de menguada educación, de conciencia bastante desahogada en provecho propio y en su bolsillo familiar a costa de los infantiles estómagos de los internos de los que estaba encargado, sus verdaderas víctimas, a pesar de los soporíferos sermones «teologales» que nos largaba como postre a nuestro desayuno y a nuestra cena, frugalísima como las demás comidas, que denunciaban de su parte un ininterrumpido caso de inhumanidad, porque, el tal individuo, autor de nuestro reglamento, al que estábamos mal de nuestra cuenta sometidos, estaba basado en la legendaria Ordenanza de la Marina de Guerra de mediados del siglo XIX, en la que había servido muchos años siempre embarcado, la más dura del Ejército por la severidad y la crueldad con que se corregía la menor falta y que iba de la mano, porque no conocía otra cosa, de la arbitrariedad con que nos trataba, aplicándola a nosotros sin tener la menor cuenta de nuestra edad, cual si quisiera desquitarse de lo sufrido por él durante su servicio militar.