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Como decía, a las cinco de la mañana, lo mismo en invierno que en verano, don José recorría todos los dormitorios pronunciando la frase protocolaria, que repetía con el mismo tono 365 veces al año de «Buenos días, niños», que significaba, para nosotros, un inmediato salto de la cama para primero ir a saludarle en camisón de dormir y por turno, porque el que se quedaba rezagado un segundo, cosa muy rara, se encontraba con la brusca sensación, más intensa si era invierno y a esa hora, de verse destapado repentinamente, en medio de las risas de los compañeros.
Inmediatamente, nos poníamos solo los pantalones y nos calzábamos para proceder a nuestro aseo en la galería encristalada por la cubierta pero, lateralmente, al aire libre, que, en invierno, suponía una constante invitación peligrosa a una pulmonía, en donde, con un jarro de cinc, los primeros que llegaban a llenar de agua las palanganas muchas veces tenían que romper el hielo que cubría las tinajas, llenas de agua, destinada para ese servicio y para los generales de la limpieza de toda la casa que los internos teníamos que realizar, todos los días y por turno, desde subir el agua en una cuba, pendiente de un grueso palo que transportábamos entre dos, desde el primer patio de los dos de la finca hasta el segundo piso, al que daba acceso una empinada escalera, cruel e inhumano trabajo para criaturas de nuestra edad.