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La primera lección que yo sufrí de don José, recién internado, fue en una comida de mediodía, en la que observé, según se repartía el cocido, que la verdura era de nabos, cuyo olor me levantaba el estómago e, inocentemente, la inocencia de seis años, rogué al que lo repartía, uno de nosotros mismos, que me suprimieran los nabos porque no me gustaban, y cuando trajo mi plato apareció a mi vista con muy pocos garbanzos, cubiertos abundantemente de nabos, excitando mi semblante de contrariedad la hilaridad de todos los compañeros, mientras don José, entusiasmado con su «éxito», me decía con la mayor satisfacción:
–Cómelos, hijo, que están muy buenos.
Dado mi temperamento, que durante muchos años de mi vida no me ha abandonado, proporcionándome no muy pocos disgustos, aunque contaba pocos años, no dejaba de ser muy «tieso» y preferí no comer el cocido que era casi la única comida nutritiva, relativamente, que consumíamos durante todo aquel día, y al disponerme a comer mi ración de carne y de tocino, don José, que no me quitaba ojo, me advirtió ya en serio que tenía que comer previamente el cocido con los nabos, pero yo sin poder contener la rabieta preferí no comer más que la sopa, voluntariamente, anterior plato al incidente.