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Una vez, tuve yo la desgracia de que me tocara enfrentarme al mal humor suyo, cuando me preguntaba la lección de Latín que sabía perfectamente, con insospechada e inmotivada violencia, fundándose en que no la decía a pie de la letra, cosa a la que fui siempre renuente por sistema, por entenderlo hasta denigrante, por lo mecánico. Sí noté, como todos mis compañeros de clase, que no prestaba atención a lo que yo decía, sin duda, al sueño y a la desastrosa noche pasada, cuando de repente me dijo que no sabía la lección, mandándome sentar, secamente, entablándose entonces una discusión entre los dos, ajetreo que se hizo cada vez más violento, por pretender él imponerme su criterio, complemente contrario al mío al sostener que sabía la lección y que la había dicho bien, criterio que, conmigo, compartían todos mis compañeros, resultando de mi tozuda actitud unos cuantos cachetes y un encierro en la clase hasta las cuatro de la tarde, o mejor, hasta las cuatro y media, lo que para mí suponía, según el reglamento de don José, la privación de la comida y de la cena, como ocurría al que subía de la clase cinco minutos después de los demás.


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