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–Bueno –me dijo–, no hablemos de eso, ni más sobre este asunto. Dame un abrazo y a ser buen muchacho. En adelante quedamos tan amigos, como siempre. ¿No te parece?

Y así sucedió, volviendo yo a ser la fierecilla amansada, dócil, obediente, como siempre y, también, razonable… cuando no se me atropellaba.

Tuve la suerte en el Colegio de que mis profesores y mis compañeros reconociesen condiciones intelectuales que sustituía y compensaba, con mucho, mi poca diligencia en el estudio, puesto que tenía la costumbre de preparar mis lecciones con la mayor rapidez, menos las matemáticas, cuyo libro no abría durante todo el curso y, sin embargo, con gran admiración del profesor, don Manuel Rodríguez Navas, autor de muchos libros de enseñanza publicados en su mayoría por la célebre editorial Calleja24 y que me tenía como el primero en las clases de Aritmética, Álgebra, Geometría y Trigonometría, dándose el caso, muchas veces, de salir al encerado para hacer la demostración de un teorema, por ejemplo, de Álgebra, fuera o no difícil, cuyo enunciado oía de su boca por primera vez, para que al cabo de unos minutos me daba cuenta de él en rápida concentración y emprender la demostración, llenando de letras y cifras el tablero, acompañando a las deducciones orales que al mismo tiempo iba emitiendo, hasta llegar a la conclusión con una claridad y una exactitud a la que no daba la menor importancia, inocencia infantil, creyendo que había cumplido, satisfaciéndome la aprobación del profesor que en seguida me preguntaba:


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