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Como la prueba era verdaderamente dura para mi madre y transcendente para mí, convencida de que no tendría fuerzas para someterse a ella por mucho tiempo, tomó la resolución, como ya he dicho heroica en verdad, y acordándose de las reiteradas llamadas de la familia de don Tomás, tanto de su padre, pero especialmente de su hermana doña Daría, casada con el notario de Torrelaguna y que gozaba de una gran posición, decidió ausentarse de Madrid y un día se presentó en la casa del director del colegio a despedirse, diciéndole que como no podía resistir más tiempo no verme, estando en Madrid y privarse, además, de abrazarme, mirando por mi bien y sosteniendo su palabra empeñada, había resuelto ausentarse de Madrid, poniendo tierra por medio.

Y, así lo hizo. Sin despedirse de mí y con el corazón partido marchó a Torrelaguna, presentándose en casa de doña Daría y haciendo su debut constituyéndose como enfermera única de su hijo Juanito, que tendría mi edad, atacado de viruela negra, no entrando nadie en la alcoba del enfermo, entregada en absoluto a sus cuidados, no separándose de su cama mientras duró la enfermedad, a pesar del peligro que corría de contagiarse, conviniendo los médicos que le asistían, lo mismo que toda la familia de don Tomás, cuando la enfermedad hizo crisis, que el enfermo debía la vida a los cuidados y a la maternal solicitud de Agustina, a la que tanto debían, a mi madre, que, providencialmente, se presentó con tanta oportunidad y en situación tan crítica, siendo considerada desde entonces por parte de toda la familia y, especialmente, por Juanito, su enfermito, y sus padres, pues aquel guardó siempre a mi madre y a mí verdadero cariño, llorando conmigo, ya hombres, la misma amargura el fatal día de su muerte.


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