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–¿Dónde has estudiado esa demostración?
Contestándole, yo, tímidamente:
–En el libro. –Subiéndome el pavo, al hacer esta afirmación.
–Búscamela, a ver si la encuentras.
Y resultaba, en efecto, que la demostración del teorema que contenía el libro era muy otra, tan exacta como la mía, pero planteada en distinta forma, demostrándose que la mía era original e improvisada, lo que daba margen a que mi maestro y tocayo me largase una filípica contra mi falta de aplicación, a pesar de ser, como me llamaba, el gallito de la clase y declarar al final del curso haber sido, yo, sin darme cuenta de ello, quien, realmente, había explicado las clases de Geometría del Espacio y Trigonometría, a lo que obedecía el hecho de sacarme, todos los días, al encerado, para que resolviera, ante la clase, todos los problemas que exigía el programa.
Me acuerdo que cuando apenas tenía diez años, siendo aún alumno de enseñanza primaria, escribí en la sala de estudio, en vez de estudiar mis lecciones, una Aritmética Elemental, como propia de mi edad, sencillísima y muy original en las demostraciones y tan sumamente claras, que un niño, más pequeño que yo, las hubiera comprendido sin el menor esfuerzo.