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Al día siguiente, pues el incidente se suscitó un lunes por la mañana, el Sr. Aguilera empezó la clase preguntándome la lección que motivó el injusto castigo.

–No la sé –respondí con la mayor tranquilidad.

–Pues, ¿qué has estado haciendo aquí durante tantas horas en que estuviste encerrado?

–Pues, nada, paseándome por la clase o durmiendo.

–¿Sí? –me contestó indignado–. Hoy el mismo castigo que ayer, hasta que te la sepas.

Y este diálogo, tan corto como para mí transcendental, se repitió, lo mismo que su dura sanción, exactamente toda la semana, durante la que me sostuve con el frugal chocolate, ya descrito, al que no alcanzaban las consecuencias del castigo reglamentario según don José.

El viernes, una maestra de la sección de niñas llamada Trinidad llamó a la puerta de mi encierro por la tarde y me introdujo un paquete con pan y queso por debajo de la puerta, que agradecí emocionado, al mismo tiempo que empujé hacia fuera, no accediendo a sus suplicas para que lo tomase, respondiéndola yo que lo sentía mucho y que no lo tomase a desprecio, pero que estaba dispuesto a dejarme morir de hambre, aun sabiendo perfectamente la lección desde que me la preguntaron por primera vez.


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