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Gozaba yo en el Colegio fama de dócil, obediente, cumplidor riguroso del célebre reglamento de don José, mucho más de estimar en mí, acostumbrado, como estaba, a los solícitos cuidados y mimos de mi madre; pero también, la tenía de ser muy propenso a la protesta y hasta a la rebeldía, cuando se me hacía víctima, por quien fuera, de alguna injusticia o atropello, tanto en la clase por cualquier profesor, como en la cotidiana vida en el internado. Y en ese orden se produjeron episodios, algunas veces de verdadera gravedad, ante mi resuelta e indómita entereza en sostener mi razón y mi derecho, sin admitir el menor convencimiento de lo contrario, actitud que se acentuaba en cuanto se intentaba cohibirme por la fuerza, en que ya no respetaba a nadie, jugándome el todo por el todo, a pesar de mi convencimiento de que no habría de salir vencido y maltrecho, por ser una criatura que contestaba ya insensatamente, haciendo frente a mis profesores en plena clase motivando, más de una vez, ser el tema obligado en las hebdomadarias juntas de profesores que se celebraban todos los sábados en la casa del director, sita en la calle de la Almudena, antiguo palacio de la duquesa de Éboli que tanto brilló por su hermosura y su coquetería en la corte de Felipe II, y, entonces, propiedad del duque de Sexto, confidente del rey Alfonso XII en las aventuras nocturnas y correrías amorosas de aquel monarca por los Madriles, tan comentadas en las casas de vecindad y festivas críticas en los palacios aristocráticos.


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