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A las once terminaban las clases de la mañana y subíamos, en la misma forma en que habíamos bajado, a nuestro piso del internado, comíamos nuestro clásico cocido para reanudar nuestras clases vespertinas de las dos a las cuatro de la tarde, tras las que, después de media hora de recreo, en la misma sala de estudio nos poníamos a estudiar las lecciones del día siguiente, generalmente, haciendo que estudiábamos, aunque sin levantar la vista del libro porque, seguramente, nos encontrábamos con la terrible de don José desde su sitio de observación al que teníamos más miedo que respeto, sobre todo a la «lagartija», como llamábamos a una correa redonda, que llevaba siempre en el bolsillo derecho y que desapareció, por la valentía de un compañero, aunque la sustituyó en seguida con otra de repuesto y que tenía siempre a mano para emplearla, sobre la marcha y sin piedad sobre nuestras espaldas indefensas y víctimas de su vesania, suponiendo cada correazo un verdugón seguro, cuyo dolor duraba algunos días.


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