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Y, efectivamente, después de llenar las diligencias hechas por mi madre cerca del director del «Colegio de la Esperanza»,22 que así se llamaba, sito en la calle de Calatrava número 27, un día del mes de junio de 1876, se presentó conmigo en el establecimiento para internarme, lo que para ella significaba un sacrificio económico y moral, al mismo tiempo que una prueba a su temperamento y a su cariño, y, para mí, la iniciación de una nueva vida llena de privaciones y de contrariedades, de amarguras y desengaños de toda índole, no por infantiles menos sentidas, sino todo lo contrario, cuando me veía privado de los cuidados y mimos de madre, colmados de atenciones, y, repentinamente, trocados en tan diferente vida, sometido a un rígido reglamento de orden interior desconocido para mí e impropio para nuestra edad, que señalaba, hora por hora, nuestras diarias actividades, iniciadas a las cinco de la mañana y terminadas a las ocho de la noche, en que nos acostábamos, también reglamentariamente, quedando los dormitorios de seis camas cada uno, en el más profundo silencio que tan severamente se nos imponía.