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A las siete de la mañana, tomábamos el chocolate después de una hora de estudio, con la apostilla de la lectura de un versículo, por riguroso turno, de un capítulo de la Biblia, seguida de un pesadísimo sermón de don José que se sentía gran orador, ante su infantil y sumiso auditorio, que había que demostrarse atento, ante los muchos dislates de aquel pobre hombre que se sentía teólogo y definidor de la fe, porque había sido colportor, es decir, vendedor propagandista ambulante de biblias, evangelios, nuevos testamentos, tratados, etc., editados por la Sociedad Bíblica de Londres, motivando en sus correrías, según nos contaba, muchos y verdaderos conflictos de orden público, provocados por los curas rurales que excitaban el fanatismo de los aldeanos en su contra.
A las ocho en punto salíamos, en fila reglamentaria, de su férula, bajando a la escuela graduada, sistema entonces desconocido en España, para entrar bajo la jurisdicción de nuestros respectivos maestros, ocupando cada uno su puesto, en la clase, según el grado en que estaba inscrito, confundidos con los compañeros externos, a los que mirábamos con admiración y envidia, porque venían de la calle y a ella volvían al acabar las clases. Nuestras aulas estaban, siempre, repletas de alumnos y de alumnas del barrio de la Paloma, por la justificada fama de que gozaba el colegio a pesar de ser protestante, lograda y difundida por aquellos contornos, aunque dominase el apelativo «protestante» que, en aquellos tiempos, olía a azufre infernal.23