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Como demostración de aquel carácter indomable mío en tales casos, únicamente recuerdo lo que en cierta ocasión me ocurrió en la clase de latín, a cuyo cargo estaba el profesor don José Aguilera y Montoya, un buen orador que sabía hacerse oír en los debates del Ateneo de Madrid, instalado entonces en la calle de la Montera, pero empedernido jugador que se pasaba las noches enteras sobre el tapete verde, tirando de la oreja a Jorge, dilapidando tontamente el patrimonio de su mujer, hija de una acomodada y linajuda familia asturiana, agraciada y respetable señora, digna de mejor suerte; y muchas veces notábamos en clase las consecuencias de su agitada noche anterior, adversa desde luego, el que el sueño y las preocupaciones le dificultaban dar la clase con la serenidad y la paciencia necesarias, todo lo contrario, porque, sin darse cuenta, descargaba su mal humor sobre nosotros, pobres muchachos salidos por unas horas de la férula de su tocayo, el Sr. Ríos, no fijándose en si tenía, o no, razón.