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Pero las crisis provocadas por mi carácter, que, sin ser díscolo a veces lo parecía, puso al director en el caso de llamar a mi madre, para decirla que se hiciera cargo de mí, porque era imposible dominarme, puesto que después de cada una de sus visitas cada domingo parecía que cobraba nuevos bríos, cosa que realmente no era exacta, porque mi mamá cuando me quejaba jamás me dio la razón, sino, todo lo contrario, aunque mucha veces supiera que la tenía.

Al oír al director, mi pobre madre, a la que le planteaba el más serio problema de su vida, suplicó llorando que volvería de su acuerdo estando dispuesta, ella, a toda clase de sacrificios para que continuase en el Colegio y, entonces, don Federico, algo conmovido, accedió, pero a condición de que no volviera a visitarme, ni a verme los domingos durante una larga temporada, como vía de prueba porque tenía la seguridad de que su ausencia modificaría mi carácter, ante mi convencimiento de que me faltaba el apoyo materno.

Y aquí sobrevino el caso más heroico que pudo rendirme mi madre, mucho mayor que en el incendio de la calle de la Ruda, que tanto encomió la prensa madrileña, que era el de aceptar tan dura prueba como la que exigía el director para ella, tan transcendental en mi porvenir, como la de no aparecer por el Colegio, como lo prometió y lo hizo, aunque no podía privarse de verme los miércoles y los sábados por la tarde, cuando en fila íbamos de paseo pasando por la calle de la Paloma o la de Toledo, escoltados por nuestro cancerbero don José Ríos, escondida en un portal, frente a la acera sin que yo lo notase, ni desde luego me apercibiera lo mismo que nuestro don José.


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