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Vivían en la calle de la Arganzuela, en un pisito principal con dos balcones a la calle, casa antigua, y en ella me pasaba las horas desde que salía de la escuela de párvulos a la que iba a buscarme una de sus hijas, Angelita o Pepa, la primera que llegaba de su trabajo, porque desde las ocho de la mañana en que mi mamá me dejaba, todo limpio, en la mencionada escuela, sita en la calle de San Cayetano, acompañado de mi merienda que ella me condimentaba la noche anterior con tanto cariño, para comerla a mediodía, me dejaba bajo el solícito cuidado de aquella gran maestra, joven, animosa, activa y cariñosa con sus diminutos discípulos, un nutrido grupo de chiquillos y chiquillas confiados a su vigilancia, quien, a la hora de cerrarse la escuela, nos iba entregando a las madres o a las personas por ellas autorizadas. No se ha borrado nunca de mi memoria aquella señorita, como ninguno de mis maestros y catedráticos, ni su figura como mi primera maestra, tan activa e incansable. Su nombre, señorita Isabel, continúa en mi recuerdo, figurando preferentemente en la lista de mis maestros, a quienes dediqué y dedico, al cabo de mis años en su recuerdo, mi profunda gratitud y mi mayor respeto.


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