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Sostiene Carlos Astrada en El mito gaucho, que “para un pueblo siempre existe el momento para un gran comienzo. Un impulso inicial, una tensión”. Sin ese “gran comienzo” es imposible fundar una épica. Se trata de una acción heroica, que el fundante realiza para darle sentido a la historia. De ahí su importancia en la constitución del relato de su propia identidad. En tanto heroico y fundante, el mito del gran comienzo nunca puede carecer de una poética (4) propia, que le da transmisibilidad, que embellece los actos concretos y los significa como acontecimiento. Así el 17 de Octubre como título poético es, como lo puso en palabras Scalabrini Ortiz: “el subsuelo de la patria sublevado”.

El mito fundante del 17 de Octubre es bautismal. Por eso interviene el agua. Primero para cruzar las aguas impuras de un Jordán criollo que es el Riachuelo. No importa que muchos de los manifestantes vinieran como dice Scalabrini “de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López”. La impronta del mito la ponen los que vienen del sur y tienen que cruzar el Riachuelo. Un río sucio y contaminado, pero que purifica a los que asumen el tránsito heroico por sus aguas. Pero el Riachuelo es al mismo tiempo como el Rubicón de Julio César: una vez cruzado no hay vuelta atrás en la historia. En tanto el río siempre es un límite, cruzarlo siempre implica una transgresión. Mucho más si esa frontera es demarcatoria de la diferencia entre la ciudad blanca y pulcra, y los talleres industriales, con sus manchas de grasa, su hedor a curtiembre, y sus tonos opacos. Atravesando esas aguas oscuras del Riachuelo se produjo la irrupción de los trabajadores en el centro del poder de la historia argentina. Se trata de una sustancia del subsuelo que fluye, que no se queda quieto en su recipiente, en su contención, en su destino prefigurado. Y que inunda todo, dejando su mancha indeleble.

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