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—¿Qué pasa, Vero?

Souto, sin ocultar su fastidio, pasó a un tono tolerante y paternal porque la agente Lago le caía bien, era lista, eficaz y muy respetuosa con sus superiores, cualidades castrenses que el cabo valoraba positivamente y que, en el caso de la agente, se adornaban con otra nada cuartelera: su belleza. Precisamente por esa razón, Aurelio Taboada, el colaborador más próximo al cabo, le había pedido a ella que lo llamara. Confiaba en que su voz aterciopelada y la imaginación del cabo al oírla suavizarían su mal humor mañanero, peligrosamente ácido cuando lo llamaban a su casa. La agente Lago explicó a su jefe de qué se trataba: Manuela, hermana de un guardia llamado Rubial, que trabajaba de asistenta en casa de los Besteiro, una de las familias más ricas de Corcubión, acababa de llamar desde allí muy asustada. Por lo visto, no se atrevía a entrar en el chalé porque la puerta de servicio estaba descerrajada y tenía miedo de que hubiera ladrones dentro. Había llamado varias veces al móvil de la señora y no contestaba.

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