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El cabo Souto pulsó el botón del timbre y se oyó un sonido estridente y próximo. Insistió un par de veces. Los guardias esperaron un rato mirándose entre ellos con preocupación. Nada rompió el silencio absoluto que reinaba en la casa y sus alrededores, excepto el graznido de una hurraca que los observaba desde el tejado y levantó el vuelo asustada, como para avisar a sus compañeras de la llegada de la policía. Solo se oía el repiqueteo de la lluvia en las baldosas.

—Supongo que las señoras estarán en casa, ¿no?

—Claro, cabo. Doña Consuelo no puede moverse de la cama. Y la señorita Rosalía, ¿a dónde iba a ir a estas horas?

—A misa, quizá.

—La señorita no va a misa los días de diario. Y nunca deja sola a su madre, que se está muriendo.

—¿A qué hora llegó usted?

—A las siete y media, como todos los días.

El cabo empujó la puerta con un codo y observó el suelo de la cocina. Había marcas claras de pisadas y manchas de barro.

—Bien. Hay que ponerse guantes y limpiarse los zapatos antes de entrar.

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