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—Seguramente, ni se enteró —dijo el cabo Souto, inclinado sobre el cadáver, al ver entrar a Taboada. El comentario reflejaba su deseo de que la anciana no hubiera tenido que sentir el pánico que le habría producido la inminencia de su propia muerte. —El cabrón se acercó a la cama y le disparó en la cabeza. La pobre viuda no tuvo tiempo ni de volverse. ¿Ya has terminado con las fotos en el cuarto de la hija?

—Sí.

—Pues hazle dos o tres al cadáver de la señora y saca alguna del destrozo. Voy a llamar al capitán Corredoira para que avisen al marido de Rosalía.

El cabo salió de la habitación y llamó a la comandancia de A Coruña al mismo tiempo que echaba un vistazo a las demás habitaciones. Solo una tenía aspecto de ser utilizada habitualmente. Las demás estaban recogidas y cerradas. En ninguna de ellas había señales de registros violentos. Tampoco en los cuartos de baño.

Los guardias bajaron a la cocina.

—Aurelio, ocúpate de Manuela. Por favor, Verónica —ordenó el cabo con voz grave—, ven un momento.

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