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Taboada se acercó al coche a buscar los guantes.

—En el garaje hay bayetas, cabo —dijo Manuela.

—Muy bien, pues tráigalas. Tú, Vero, te vas a quedar aquí con Manuela mientras Aurelio y yo echamos un vistazo. Este silencio no me gusta nada —le dijo en voz baja al oído.

Manuela trajo unas bayetas y los guardias se limpiaron las suelas de los zapatos, se pusieron los guantes y entraron con cuidado de no pisar sobre las huellas de barro. Ya era de día y no hizo falta encender las luces. Cuando salieron del office y pasaron al recibidor, Souto gritó dos veces con voz autoritaria:

—¡Guardia Civil! ¿Hay alguien en casa?

Silencio total. Un primer vistazo al salón y al comedor los dejó boquiabiertos.

—¡Hostia! —exclamó Taboada.

Fueran quienes fuesen, los posibles ladrones habían causado un considerable destrozo. Cajones por el suelo; un montón de cubiertos tirados sobre la alfombra; armarios abiertos con las puertas descolgadas; varios muebles literalmente reventados; estanterías vaciadas; libros y otros objetos decorativos desparramados sobre las alfombras; cristales rotos; sillas volcadas; sofás con los cojines despegados; y casi todos los cuadros tirados de cualquier manera en el suelo. El cable del teléfono fijo estaba arrancado.

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