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El horror del hallazgo no le impidió al cabo Souto alegrarse en cierto modo de haber descubierto el cadáver y contemplar el escenario del crimen antes de que la llegada de los equipos habituales de investigación y de otras personas ajenas al caso hubieran podido «contaminarlo», como solían decir los investigadores. Una alegría amarga.

—Fotografía todo esto, Aurelio, y envíame las fotos al móvil. —El cabo confiaba en su colaborador, que era muy bueno en aquel tipo de trabajo—. Voy a ver los otros dormitorios. Me temo lo peor.

Aurelio Taboada, con su teléfono móvil, se puso a hacer fotos desde diferentes ángulos al cadáver, la cama y la puerta, que no habían necesitado tocar y permanecía abierta. Unos segundos después, oyó el «¡joder!» que soltó el cabo Souto. Corrió hacia la habitación de al lado. El cabo estaba de pie delante de la cama de la señora. Su cadáver estaba de lado, mirando hacia la pared opuesta a la puerta y cubierto por una colcha de color anaranjado. Solo se veía la cabeza, con el pelo completamente blanco y una mancha de sangre marrón que parecía su sombra sobre la almohada.

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