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José Souto salió de la propiedad a echar un vistazo antes de que llegaran las ambulancias, el forense y todo el equipo habitual en estos casos. Vio unas rodadas que pasaban por delante del muro y las siguió. Llegaban hasta el fin del camino, que se convertía en un sendero y entraba en el bosque de eucaliptos. Allí se veía perfectamente que un coche había dado la vuelta, aunque la lluvia caída durante la noche ya no permitiera distinguir el dibujo de los neumáticos. Al volver, observó el muro junto al portón. Había una mancha de barro en forma de suela a un metro por encima de la caja de cerveza, como si alguien se hubiera apoyado en él para escalarlo. Hizo una foto con su móvil. Entró en la propiedad y se acercó al muro por el otro lado. Allí no había marcas. Miró en el suelo y tampoco vio huellas de pisadas. Hizo otras fotos del muro y del suelo para acordarse.

¿Qué diablos habrá ocurrido aquí?, se preguntó.

Capítulo II

1

Al día siguiente, sobre las once de la mañana y a setecientos kilómetros de allí, el detective madrileño Julio César Santos desayunaba en el comedor de su lujoso piso de Serrano, al tiempo que echaba un vistazo al periódico y procuraba que no cayeran sobre sus páginas gotas de la mermelada de ciruela que se disponía a extender sobre una tostada crujiente. Cuando terminó el desayuno, y Hortensia, su vieja criada, se disponía a retirar el servicio, llegó a la sección de sucesos. Al empujar con el dedo la hoja, sin detenerse a leerla, algo llamó su atención. Una especie de fogonazo surgió de un titular justo en el momento en el que dejaba de mirar aquella página que acababa de pasar. Era la palabra Corcubión.

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