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Santos tenía una finca en Vilarriba, en el municipio de Corcubión, donde pasaba cortas temporadas cuando hacía demasiado calor en Madrid o, simplemente, cuando le apetecía. Levantó de nuevo la página y leyó la media columna de texto encabezada por un titular que decía: «Doble crimen en Corcubión (A Coruña)». Según la crónica, el crimen se había producido como consecuencia del robo en un chalé de aquella pequeña localidad gallega, cerca del Cabo de Finisterre. Dos mujeres, madre e hija, habían sido asesinadas por unos ladrones, probablemente sorprendidos mientras desvalijaban la casa en plena noche. La Guardia Civil…, etcétera.

Julio César Santos dejó caer el periódico sobre el mantel y el desplazamiento de aire hizo saltar unas migas de pan; levantó la vista hacia el techo y contempló sin ningún interés las molduras de escayola que remataban la pared blanca por encima de los dos bodegones que la cubrían casi por completo, un par de valiosos óleos del siglo diecinueve. Después, miró el enorme reloj de pared que adornaba una esquina del comedor y concluyó que no tenía absolutamente nada que hacer, ni aquella mañana, ni en los días siguientes. Entonces pensó en su casa de Vilarriba y en el cabo José Souto y Lolita Doeste. A Santos le gustaba tanto husmear en los asuntos profesionales de su amigo guardia civil y participar en las investigaciones de los casos de los que este se ocupaba, como le desagradaba tener que atender a algún cliente pelmazo de los que a veces le enviaba el despacho de abogados de su tío en Madrid. Ser rico le permitía ciertos caprichos.

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