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—Nos ocuparemos de eso luego, Aurelio —dijo el cabo—, vamos arriba.

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Las habitaciones y los cuartos de baño estaban en la planta superior, a la que se accedía por una gran escalera enmoquetada que partía del recibidor. Subieron pisando por el borde de los escalones porque había algunas huellas visibles de pisadas y restos de barro. Souto gritó de nuevo. Nadie respondió. Taboada sacó su arma de la funda con un gesto algo teatral y Souto le lanzó una mirada inexpresiva. Al llegar al rellano, miraron a ambos lados. A la derecha vieron un cuarto de estar. Una rápida ojeada les permitió comprobar que también había sido registrado. En frente, un largo pasillo por el que continuaba la misma moqueta de la escalera terminaba en una cristalera. Había tres puertas a cada lado, separadas por apliques de latón que imitaban antorchas. Los guardias avanzaron por el borde del pasillo hasta la segunda puerta de la derecha, que estaba abierta. Inmediatamente vieron el cadáver de Rosalía Besteiro. La mujer yacía sobre la alfombra en una postura descompuesta. Tenía un orificio de bala en la frente, del que salía un hilo de sangre que pasaba entre las cejas, como la aguja de un reloj que marcara las seis. Llevaba puesto un camisón claro con un bordado de flores. Su larga cabellera rojiza cubría en parte la sangre brillante y oscura que rodeaba la cabeza, como la maleza que se extiende sobre una charca de agua estancada. Sus ojos estaban cerrados y, a pesar de eso, la expresión del rostro era inquietante. Souto se arrodilló respetuosamente y rozó con el dorso de su mano la mejilla amarillenta de la mujer. Estaba fría. Se levantó y miró a su alrededor. El dormitorio tampoco se había librado del registro exhaustivo ni del correspondiente estropicio. Armarios, ropa, mesillas de noche y cómoda. Todo había sido revuelto.

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