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Pero para otros, la experiencia del fin del mundo propio, siempre estuvo presente. Antes del COVID-19, cientos de personas morían (y mueren) en México por epidemias de communicable diseases, como la tuberculosis en la Sierra Tarahumara (ver Fujigaki Lares en este libro) y como declaró Josefa Sánchez Cordero, compañera zoque del curso-seminario de Cosmopolítica: “no hay nada más viejo que el fin del mundo”.
Esta serie de situaciones irrumpió evidentemente en nuestras vidas y en nuestro oficio. Y en la coexistencia de estas experiencias tan divergentes sobre el COVID-19 es que miramos, sorprendidos, cómo en los espacios íntimos de la experiencia, en nuestros propios cuerpos, habitamos la conexión y las disyunciones entre distintos mundos de los que hablaba Stengers y, sobre todo, residimos en el desconocido fundamental que los articula.
Fue así que ante aquella irrupción, decidimos hacer una pausa, es decir, ralentizar el pensamiento (Stengers 1997, 2010), pues algunos de nosotros consideramos que si la cosmopolítica tenía algún sentido era justamente para comprender lo que sucedía. Aquí valdría recordar que antes de ese momento en que “la normalidad” entró al campo de la reflexividad radical, algunas mujeres en México hicieron una pausa previa –hablando de preámbulos– para exigir una intervención colectiva e institucional ante las condiciones necropolíticas que vivían (y vivimos) cotidianamente en México. ¿Cómo fue un día sin mujeres? ¿Cómo ha sido nuestro mundo sin ese complicado “nosotros” de definir? ¿Cómo serían los mundos (humanos y no humanos) sin nuestro modo de existencia basado en la constante aceleración de la producción y el consumo? ¿Cómo podemos afrontar los sucesos altamente cosmopolíticos de los últimos meses? ¿Cómo afrontar una necropolítica que amenaza todo lo existente y obliga a tantos cuerpos a permanecer en diferentes situaciones de estar entre la vida y la muerte (Mbembe 2018)?