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Para aprovechar estas posibilidades nuevas, o más bien redescubiertas, debemos dejar atrás el régimen de historicidad que llamaré “monohistórico”: la concepción dominante de que existe una historia única, con su propio cronotopo, es decir, su propia concepción del tiempo y el espacio, que es producto únicamente de la acción “humana”, y que la ciencia histórica es igualmente singular en su capacidad de investigarla y encontrar su verdad (Hartog 2003). En su lugar debemos construir un régimen plenamente “cosmohistórico” que reconoce la existencia de diversas historicidades o más bien mundos históricos diferentes que producen cronotopos diferentes, incluyen diversos protagonistas, más allá de los meramente “humanos”, y conciben formas distintas del devenir histórico. Como la cosmopolítica en que se inspira (Stengers 2005), la cosmohistoria no busca construir una verdad única ni un mundo histórico unificado, sino que se preocupa por comprender las interacciones siempre complejas, violentas y frágiles, entre estos mundos históricos cuya totalidad nos es desconocida, incluso inalcanzable, para poder construir verdades históricas parciales y negociadas.