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La crisis del régimen monohistórico, analizada por autores como Reinhardt Koselleck (1993), Bruno Latour (1993), François Hartog (2003), María Inés Mudrovcic (2013) y Hans Ulrich Gumbrecht (2010), ha minado las antiguas certidumbres constitutivas de la ciencia histórica: la linealidad y al carácter progresivo del tiempo, así como la homogeneidad del espacio; la separación absoluta entre el presente y un pasado que queda siempre atrás, así como la visión del futuro como un horizonte esperanzador hacia el cual la historia como suma de todas las acciones racionales humanas debe avanzar de manera inexorable, aun contra la voluntad e intenciones particulares de los actores históricos (Kant 1987). Igualmente, en la actualidad, parecen mucho menos seguras y claras las fronteras entre los agentes humanos y sus acciones, supuestamente guiadas por la libertad y la razón, los agentes “naturales”, regidos por leyes científicas, y los seres sobrenaturales que serían productos de la agencia humana (Latour 2004). Para algunos autores estos cambios inauguran una nueva era geológica, el antropoceno, en que la historia se ha vuelto repentinamente natural y lo natural se ha revelado como histórico, mientras que las fronteras entre biología y humanidad, y entre ecología y sociedad viven bajo un constante asedio (Zalasiewicz 2008). Al mismo tiempo, el secularismo que pretendía distinguir y separar a la historia humana, con sus teleologías de progreso, de los relatos de salvación religiosa, y sus teleologías trascendentes, ha perdido buena parte de su impulso cultural y de su atractivo ideológico, por lo que las narrativas teológicas, o al menos centradas en la religión y la identidad religiosa, vuelven a campear en amplios ámbitos de la vida social. No es casual que las prácticas contemporáneas de la memoria tengan una clara resonancia religiosa con su énfasis en procedimientos y rituales de conmemoración, luto y expiación, como han mostrado Jörn Rüsen (2003) y Aleida Assmann (2006).