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—Ahora le preparo el mate cocido —le anuncia Colauti. Desde que abrió los ojos, tiene presente que es martes 22. Ese dato, en consonancia con la mancha de sol que atraviesa la cocina y el olor del kerosén quemado, logra recrear destellos de esperanzas que, sin embargo, no alcanzan a compensar la contraparte más lóbrega: saber que su sustento depende con exclusividad de la supervivencia del viejo.

Ni bien le entrega la pastilla, el padre pide que le pegue un repasito al ventanal. Colauti se demora otro rato ordenando las pastillas. Celeste para el mediodía, verde para la siesta, rosa antes de la cena y de nuevo blanca, antes de acostarse. Entonces, sí, se enfrasca en los vidrios. Una vez que termina el lado de adentro, le avisa a su padre que va a dar un repaso afuera. Retira el plumero, destraba las hojas y sale cargando la bolsa negra. Inhala profundo y huele la intemperie en el aire frío. Un remolino voltea la bolsa y desparrama los bollos de diario por la terraza. Él se apura en recogerlos y vuelve a introducirlos en la bolsa. Los comprime con fuerza y cierra con un nudo.

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