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La noche de su cumpleaños había decidido pasarla con Ingrid. Ingrid es una mujer china con la que se ven una noche cada mes o mes y medio en casa de ella para charlar, comer y, si da, mantener un encuentro amoroso. Ella habla mal y con afectación, pero nunca más que lo necesario. Y, cada vez, lo recibe y lo despide con la misma mueca de desconcierto, como si reencontrarse y despedirse fueran hechos equivalentes, pero ajenos a su órbita de comprensión. Llegó al país con su familia a los trece años y, desde entonces, trabaja en el mercado de su tío, a doce cuadras de donde vive Colauti, ni bien se cruza la autopista. Él se manejó de lo general a lo particular. Con cada ida al mercado fue incorporando un detalle, un saludo distinto, algún elogio hacia los anteojos nuevos o el color de uñas. Ella a todo decía que sí y sonreía. En cierta ocasión, le pidió que escribiese el nombre Ingrid en chino. Ingrid buscó un cartón y dibujó una serie de filigranas que a él les resonaron menos a caracteres que pudieran nominar alguna cosa que a caricaturas puestas en hilera sin la menor coherencia. Al finalizar, ella las señaló con una uña verde y exagerada: «In-glid», dijo, y se echó a reír.

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