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Lo despierta el repique insistente de una palabra que no logra arrastrar consigo a la superficie. Hace una contorsión y reconoce el lugar en el que está. Se yergue, se apoya en el codo derecho y localiza con la mirada el reloj de la cocina. Su nombre es Marcos, pero todos lo llaman Colauti. El primer acto del día consiste en descomprimir el ardor que le hincha el vientre y enjuagarse la boca. Afuera, en la terraza, la mañana va tomando cuerpo. Colauti se detiene a oír la ausencia de ruidos en la calle, en el edificio, en el propio comedor. Como hizo toda su vida, dispensa atención en exceso hacia aquello que no sucede. Va hasta la cocina y organiza para cebar mate. En el preciso momento en que escupe el primero, oye a su padre que lo reclama. Sabe que lo ha oído moverse. Viven en ese departamento desde hace años y cada uno es capaz de anticipar los movimientos del otro con más antelación, incluso, que los propios. Con el tiempo, Colauti fue afirmándose en la convicción de que el infierno, el verdadero infierno, es convivir con alguien en una casa en la que resulte imposible aislarse. Pone a calentar agua y le pregunta a su padre cómo ha dormido. El viejo gesticula algo con la cabeza y reclama ayuda para sentarse en la silla. La silla es la silla de ruedas. Su padre ha ido retrocediendo del tranco resuelto al paso cauto, de allí al bastón y de este a la silla de ruedas, todo en cuestión de meses. Al principio, Colauti le proponía paseos por el parque o le encomendaba tareas domésticas menores, como quitar el sarro de la pava o pasar un trapo por los azulejos, actividades que podía realizar desde su silla y que servirían, aunque más no fuese, para mantenerlo entretenido. Pero su padre había optado por la quietud, como si el movimiento fuese tan solo una reminiscencia a la cual, y por algún motivo, hubiera decidido apartar de sus costumbres.

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