Читать книгу ¿Quién se acuerda de Marguerite Duras? онлайн

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—Manejá tranquilo —me había advertido Tony, sentado a mi lado—. Y acordate de que tenés una 38 apuntándote a los pulmones.

Me indicaron que tomara por San Juan hasta Jujuy y que ahí girara a la derecha. Cuando quedamos bloqueados por el estadio de Huracán, lo miré a Tony.

—Izquierda —dijo. Y enseguida—: derecha.

Ante cada maniobra, buscaba en el retrovisor la cara del Primitivo. Me impacientaba no poder determinar la dirección de su mirada.

Anduvimos unas pocas cuadras más, y el asfalto se convirtió en barro; la iluminación, en sombra, y las casas, en pedazos de madera amontonados sin la menor simetría. Y, a cada muerte de obispo, una lamparita raquítica que demarcaba la oscuridad. Supongo que la lluvia y el frío habrían empujado a los habitantes hacia el interior de esos tugurios, porque, en los quinientos metros que recorrimos en ese andurrial, no cruzamos una sola persona. Apenas dos perros, que nos siguieron un trecho.

—Acá —dijo Tony—. Arrimate al toldito.

El toldito era un trapo adosado a dos palos que flameaba delante de una casilla.

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