Читать книгу ¿Quién se acuerda de Marguerite Duras? онлайн

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Mientras Narda cebaba mates, la vieja se puso a pelar una cebolla en su rincón. Al fin de cuentas, la chica sí había seguido mis consejos. Se había instalado en la plaza Vicente López y no le iba mal. Entre mate y mate, me dio algunos detalles de su nuevo paradero. Y me explicó que la navaja se la había quedado Tony. Era con la única que se me permitía intercambiar algunas palabras. Cada vez que había intentado comunicarme con alguno del resto, había sido cortado en seco por Tony:

—Vos, callado, pajarito.

Debió haber transcurrido otra hora larga cuando, de repente, Tony se puso de pie.

—Primi —llamó—. Dale, cazá la bolsa.

El aludido fue hasta el rincón donde la vieja cocinaba y volvió con un bolsón que se colgó del hombro. Estaba lleno a reventar. Hacía años que no veía un bolso de ese tipo: parecido a las bolsas de arena con las que entrenan los boxeadores. Arévalo también se había parado y había empezado a desperezarse.

—Vamos, pajarito —me dijo Tony—. Llegó la hora.

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Una vez que me acostumbré a los comandos, pude relajarme un poco. El auto no era gran cosa, un Renault 11 de diez años de antigüedad con un guardabarros de otro color. La llovizna resultaba escasa como para accionar el limpiaparabrisas, pero suficiente para empañar el vidrio. El embrague estaba gastado y la segunda marcha presentaba cierta resistencia.

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