Читать книгу ¿Quién se acuerda de Marguerite Duras? онлайн

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—Usted andaba preguntando por la chica que vendía globos, ¿no? —me soltó el kiosquero. A esa altura, ya casi había olvidado la cuestión.

—Necesitaba ubicarla… —argumenté.

—El que puede saber algo es Barney —dijo.

—Barney —repetí.

—El que vende globos los fines de semana.

—Barney.

—El mismo.

Barney era Barney, el dinosaurio, un muñeco violeta de dos metros de altura que miraba a través de la boca. Cuando le describí a la persona que buscaba, hizo oscilar un par de veces la cabeza hacia delante y atrás. Tuve la sensación de estar hablando con un árbol. La voz partía de tan adentro que, al emerger, apenas si perduraba el sentido de lo que quería transmitir. Lo que entendí fue que una vez le había acarreado en la bicicleta un tubo de gas hasta la casa. Estuvo como diez minutos para acordarse del nombre de la calle. Para el de las entrecalles, demoró un poco más.

⚝⚝⚝

Era en el Abasto. Los jueves, Patricia vuelve antes del hospital. Así que le dejé la nena y salí. Anochecía. Las quince cuadras las caminé con la sensación de que estaba malgastando mi tiempo. Fue esa presunción lo que me mantuvo andando. La cuadra era una boca de lobo. Encaré al único ser humano que se me cruzó en el camino: una mujer que arrastraba un changuito entre los manchones de sombra que hacían oscilar la vereda. Le pregunté por una chica que vendía globos. Le ahorré la descripción. Sus facciones se ablandaron, pero no se detuvo. Señaló hacia la vereda de enfrente.

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