Читать книгу ¿Quién se acuerda de Marguerite Duras? онлайн

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—¡Sahumerios! —escupió el de la cicatriz.

El del turbante, en cambio, la miró como se mira a alguien que acaba de errar un penal sobre la hora por patearlo de rabona.

—¡No te digo…! —gritó en dirección al techo. Lo que había tomado por un turbante resultó ser una toalla mojada. Se la arrancó de la cabeza con furia y la arrojó hacia un rincón. Tenía el pelo negro, aceitoso, tirante. El que me apuntaba con la pistola amagó guardársela en la sobaquera, pero de inmediato se arrepintió y volvió a incrustarla contra mi frente.

—Estabas ojeado, Antonito —dijo de repente la vieja sin levantar la cara del plato.

—Gracias, nona —contestó el del turbante, algo repuesto—. Me calmó bastante. —Deslizó una mano por su cabeza y la dejó en la nuca, como si se hubiera olvidado.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el que me apuntaba.

Por alguna razón, la chica de los globos volvió a sonreír.

—Yo les avisé… —empecé.

—Vos cerrá el pico —me cortó Antonito. Y al de la pistola—: Dejame pensar.

Mientras pensaba, a través de la claraboya llegaron nítidos la puteada que una mujer le descerrajaba a un tal Ezequiel, el jingle de una propaganda de fideos, ruido a vajilla.

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