Читать книгу ¿Quién se acuerda de Marguerite Duras? онлайн

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—Me parece que es allá —dijo. Y aceleró la marcha.

Allá era una puerta de rejas tras la cual se adivinaba un pasillo interminable. En el tapial había una fila de ocho timbres. Decidí empezar por el último. Mientras el bulto oscuro iba emergiendo desde el fondo del pasillo, me acordé de que no había preparado qué decir.

⚝⚝⚝

Así que ahí estaba, con la cabeza apoyada en el caño de una pistola, pensando en cómo resumir, del modo más convincente, lo que acabo de narrar, cuando, detrás de una cortina de tela floreada, apareció un espectro precedido por dos dientes. Acaso por la sorpresa, la sonrisa demoró unos cinco segundos en completarse.

—Hola —dijo—. ¿Qué hacés vos acá?

El del turbante habló antes que yo:

—Decime que conocés a este infeliz.

A esa altura, podría decirse que la sonrisa de ella resplandecía.

—Es el de la navaja. El que te conté que vendía sahumerios en Nueva York —dijo. Me hubiera gustado que se explayara un poco, pero se encogió de hombros, clausuró la sonrisa y quedó muda.

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