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⚝⚝⚝

Tenía una hija de tres años con la que me entendí de inmediato. A tal punto que, al poco tiempo, decidimos que la cuidaría por las tardes. La raíz fue financiera. La mujer que cuidaba a la nena cobraba el triple de lo que yo obtenía por la venta de sahumerios en el parque. Pero, además, Clarita había dado un vuelco en su conducta desde que había empezado a compartir sus tardes conmigo. Ser la pareja de su madre, pero no su padre, me otorgaba un mayor margen de maniobra. Erradiqué de cuajo los berrinches a los que parecía tan afecta. Ante un capricho, no dudaba en proporcionarle el objeto que lo provocaba. Una estrategia elemental pero eficaz. Pasado el mediodía, la retiraba del jardín y la llevaba al parque Rivadavia. Al principio, me sentí extraño en ese nuevo rol: había cruzado al otro lado del mostrador. Ahora, los vendedores ambulantes eran los otros. En cuanto a Clarita, no demandaba demasiada atención. Era capaz de pasarse tres horas alternando entre correr palomas y jugar en el arenero. Solo requería, de mi parte, la mirada. El resto de mis sentidos quedaban vacantes para que los empleara a discreción.

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