Читать книгу ¿Quién se acuerda de Marguerite Duras? онлайн

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—Seven —dijo, señalando uno de los atados expuestos.

Por una cuestión de practicidad, los atados estaban armados de a diez y los ofrecía a un dólar. Nada me costaba desarmar uno y venderle siete sahumerios a setenta centavos. Pero lo impropio de su pedido instigó mi intransigencia.

—Ten one dólar —repliqué, impasible.

Creí que no había comprendido. Nos miramos a los ojos unos segundos. Se puso a emitir una serie de balbuceos entre los que pude inteligir el vocablo seven repetido al menos tres veces.

—Ten or nothing. —Me mantuve en mis trece.

Se alejó vociferando y lanzando imprecaciones hacia el cielo. Me sentí reconfortado.

⚝⚝⚝

Una hora más tarde, se me vino el mundo encima. Mientras corría sin saber hacia dónde, tuve la convicción de que se trataba de un terremoto invertido. Que fue un avión, que penetró íntegro en la cara del edificio contra el que apoyaba indolente la espalda, que se trató de un atentado son datos que fui incorporando con el tiempo. Estuve tres noches sin dormir. Las primeras curaciones me las hicieron los bomberos. Tenía la cabeza vendada y, debajo de la venda, un ardor expandido similar al de cien picaduras de abejas. Había ido a Estados Unidos en busca del despegue económico y casi se me había caído un avión encima. Dije lo que sabía, que era nada, y logré que me deportaran. Mientras me trasladaban al aeropuerto Kennedy, no podía dejar de pensar: ellos están muertos y yo no. Debía repetírmelo para convencerme de ambas afirmaciones, porque lo cierto es que no estaba seguro de que ninguna de las dos fuese verdadera.

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