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En Buenos Aires, me hospedé un tiempo en casa de mi prima la Gorda, que no es ni mi prima ni gorda. Ella me llamaba corazón. Después de seis meses, mi negocio no iba ni para atrás ni para adelante. Tuve que tomar una decisión. La zona no ayudaba. Así que alquilé una pieza en el hotel Campichuelo, equidistante a pocas cuadras de los dos parques donde mi actividad tenía más posibilidades: el Rivadavia y el Centenario. Casi al mismo tiempo, empecé el tratamiento en el Hospital de Quemados. La costra que había sobrevenido por la quemadura había empezado a inflarse y, por entre las grietas, había comenzado a drenar una sustancia amarillenta. La recogía en un dedo y la llevaba delante de la nariz para olerla. Las asquerosidades que es capaz de producir el ser humano nunca dejan de sorprenderme. Me diagnosticaron una infección y me prescribieron curaciones cada cuarenta y ocho horas. Las curaciones me las hacía una enfermera joven, flaca y no del todo fea, que, debajo del guardapolvo, no llevaba corpiño. Se llamaba Patricia. Ella también vivía en Caballito.

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