Читать книгу ¿Quién se acuerda de Marguerite Duras? онлайн

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—Buenas noches, agente —le dije al que estaba de consigna.

Como toda respuesta, el policía amagó con llevarse un dedo a la gorra. Tomando en cuenta la hora, no es poca cosa el gesto.

Seguí hacia el lado de Amancio Alcorta. En casa de mi prima la Gorda, una botella de vino y un pedazo de queso no faltaron nunca.

El vacío que se abre

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Da dos vueltas a la llave y entra. Tarda en detectar el tufo a encierro debajo del olor más pestilente de la sopa del mediodía. Sin encender la luz, baja la mirada y, de memoria, recorre el pequeño comedor. Pasa revista en medio de la penumbra: el plumero encajado entre las hojas del ventanal, la silla de ruedas plegada contra la mampara de la cocina, el pastillero vacío sobre la mesa. Se asoma al dormitorio y demora un poco más en discernir el cuerpo del viejo. A años luz de la vigilia, ronca bajo las frazadas del catre. Es martes de madrugada, pero para él todavía es noche de lunes. Viene de casa de Ingrid. Para llegar, debió atravesar el viaducto y parte del barrio viejo. Siente las plantas de los pies doloridas. Regresa a la cocina con el propósito de prepararse un té antes de acostarse, pero, ya en el trámite de ubicar los fósforos, empieza a intimar con el cansancio. Vuelve al comedor y despeja el sillón. Quiere recostarse unos minutos como paso previo al ritual de desvestirse. Termina durmiéndose. Ronca. Entreabre la boca. Gira el cuerpo hasta rozar el piso con su mano izquierda. Chasquea la lengua contra el paladar con energía y el ronquido cesa de golpe.

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