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Al viejo le gusta colocarse frente al ventanal que da a la azotea. La azotea no es más que una especie de balcón sin barandas revestido de membranas en el último piso del monoblock donde viven. Desde esa atalaya, observa el barrio. Puede pasarse horas sin variar de postura. Y para ello no se vale solo de los sentidos, sino que aplica todo el cuerpo a la tarea: pies, manos y cara coinciden por momentos aplanados contra la superficie del vidrio, como si la actividad de reconocer lo que mira le demandara un esfuerzo al que hubiera que presentarle batalla. El vacío que se abre dos metros más adelante parece ser la única naturaleza que activa los restos de voluntad que aún perduran en el viejo. Es debido a esta práctica que, por las noches, el vidrio termina cubierto por una pátina grasosa y cada día, a primera hora, es necesario volver a limpiarlo para restituirle cierta transparencia.

Ahora, mientras su padre hunde pedazos de pan en el mate cocido, Colauti cumple esa faena: absorbe el alcohol que ha esparcido con un bollo de papel de diario que luego descarta en una bolsa de consorcio. Si bien la grasitud se ubica del lado de adentro, da siempre un repaso afuera. Quita el plumero que traba las hojas del ventanal y, como su padre puede desplazarse en la silla de ruedas a voluntad, le advierte que no se acerque porque va a dejar abierto. Colauti sale al balcón y extiende los brazos en cruz. Se despereza. En cierto modo, esa altura también lo implica, como si allí el vacío concitara una especie de histeria, un magnetismo que también repeliera.

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