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Es la tarde del lunes. En la calle, Colauti comprueba con agrado que el clima es más benigno de lo que había previsto. Camina por la vereda pensando dos o tres cosas en simultáneo. La claridad blancuzca y un poco turbia que se derrama sobre el barrio le genera un efecto visual distorsivo, como si llevara anteojos con una graduación inadecuada. Antes de doblar la esquina, anticipando la caterva de muchachotes que siempre está allí a esa hora, cambia de vereda. Pueden ser tres, cuatro, no más de cinco, echados sobre el piso, pasándose la botella. Fuman, ríen a los gritos. En su defecto, está la virtud: están tan colocados que resultan inofensivos.

En la carnicería, le cuesta hacerse entender. El carnicero enciende de un manotazo la sierra eléctrica y se pone a revolver en el interior de la heladera. Colauti no sabe si ese gesto responde a su mal temperamento o a algo que él ha dicho. El hombre hace deslizar, por la plataforma metálica de la sierra, un pedazo de osamenta con algunos filamentos de carne adheridos. Nada del otro mundo. Chiquizuela. Trabaja concentrado. Con ambas manos. Para abstraerse, Colauti busca un punto donde relegar la interferencia del sonido y poder consagrarse a la mera acción de mirar, hasta que el ruido se interrumpe y la voz del carnicero le pregunta si va a llevar algo más. Él niega con la cabeza. En el plato de metal que cuelga delante de su cara, el carnicero ha depositado un amasijo de huesos y carne sanguinolenta. Espera a que la aguja de la balanza se inmovilice para decir el precio y luego introduce la osamenta en una bolsa de nailon blanca. El tono y los gestos que emplea coexisten con el mal humor primordial que Colauti parece haberle inducido.

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