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—No –repuso el padre, varón erguido de mirada firme y mejillas curtidas por el viento–. Mi deber como rey me invoca, y a él respondo. Los espíritus del bosque no luchan en nombre de los mortales, nunca lo han hecho ni nunca lo harán. Es pecado del hombre enemistarse con el hombre, y es el hombre quien debe responder por sus fallas.
Sedian no insistió. La voz sólida y decidida de su padre le hizo entender que sus palabras, si bien agradecidas, no torcerían su decisión.
El rey Sarbon despidió al infante con un beso en la frente.
—Adiós, hijo, te amo más que a los ríos y a los árboles.
Sedian contempló a su padre alejarse, era solo un niño y el dolor caló profundo en sus entrañas, contuvo el llanto.
Seguido por Nial, el gran campeón de Eirian, Baris, el primer druida del Clan de las Cenizas, y otra horda de valientes nórdicos, el monarca se internó en el bosque de Eloth. Todo el reino contempló, con las manos apretadas y los ojos vidriosos, a los valientes marcharse. Excepto Sedian, él no quiso mirar. Con la frente sobre el muslo de la reina, despidió a su padre en silencio.