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La mujer rodeó el pecho del nórdico con el brazo y le besó el cuello.

—Desnúdame –le dijo al oído–. Permite que el calor de mi carne consuma tus deseos y los convierta en cenizas.

Zura era dueña de un atractivo hipnótico. Su voluptuosidad, su piel, sus largos y rojizos cabellos, todo en ella encantaba. Su belleza era legendaria en el reino de Eirian. Solo comparable con la de Loredana, la proverbial dama de los sauces. Pero no solo eran sus atributos físicos los que cautivaban. Había algo más, un aura silente, un componente intangible o, quizás, un aroma secreto. Alguna variable inasible convertía a Zura en un anhelo dulce e impetuoso para la carne mortal.

Las pieles de los dos ya se conocían. Muchas veces se había perdido él en un juego lívido entre sus pechos. Muchas veces ella había hincado las uñas en las carnes de su espalda.

—Hoy no, mujer cintura de miel –repuso Sedian con tajante cortesía.

Zura, sorprendida, intentó encontrar con la mirada los ojos del guerrero, y descifrar el porqué de su inhabitual desinterés. Pero este parecía estar perdido en las aguas del lago.


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