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—Algún día se cantarán canciones sobre este gran triunfo –agregó el sacerdote, abatido por la tristeza–. Pero hoy no.
Al escuchar la temida sentencia, Sedian sintió cómo su corazón se despedazaba dentro de su pecho. Pero aún entonces no lloró. Con movimientos mudos se alejó de su madre y sobre unos alejados pastizales se desplomó. Miró sin voluntad ni esperanza hacia el milenario bosque que su padre jamás abandonaría. Los años dulces habían terminado. Ya nunca se refugiaría debajo de su brazo protector en los inviernos, ni escucharía atento junto al fuego sus sabios consejos.
Su duelo fue interrumpido cuando una figura, abriéndose paso entre la hierba, se le acercó. Era alta, robusta y tenía sus vestiduras bañadas en sangre. Si bien notó la presencia, Sedian permaneció inmóvil y con la vigilia errante. Algo dentro de él se había marchado con la muerte de su padre y ya nunca volvería. El corpulento individuo introdujo las manos en sus vestiduras y extrajo dos magníficas espadas.
—Tuyas –exclamó Nial al momento que las enterraba en la tierra–. La Fría y La Divina, las espadas de tu padre. Llévalas con honradez o no las lleves nunca.