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—¿Qué ocurre? –inquirió sin temor a mostrarse vulnerable–. ¿Ya no soy la protagonista de tus fantasías?
Sedian se volteó, envolvió a la mujer en un firme abrazo y, acariciando sus cabellos, le dijo:
—Casi puedo oír a los espíritus del bosque burlarse de mí al verme rechazar a tan perfecta mujer. Pero hoy no me siento digno de ti. Una extraña sensación de ansiedad trunca mi calma y mi deseo.
Ella sonrió con ternura y lo besó en la mejilla.
—Entonces no me toques ni me hagas el amor. Pero te pido, sujétame y hazme sentir amada.
El hombre y la mujer permanecieron fundidos en un abrazo hasta que el sol comenzó a descender detrás de las aguas.
Creyéndolo prudente, y antes que la noche terminase de adueñarse del paisaje, se marcharon hacia la Ciudad Gris, capital y corazón del reino de Eirian.
Todavía no había terminado de oscurecer para cuando llegaron. Aquella pequeña y antigua urbe, edificada sobre las costas del río Kenom, no era imponente ni embelesaba la vista de los viajeros, pero a pesar de no destacarse por su sofisticación –que no podía ni compararse a la de los elaborados núcleos urbanos del oeste– la Ciudad Gris era un lugar de ensueño. Se sentía acogedora, incluso en el más crudo de los inviernos, y parecía estar siempre adornada por una esencia dulce y protectora. Un lugar que se podía jactar de ser inmune al paso del tiempo y hermético a los cataclismos del mundo exterior.