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Finalmente, Sedian y Owen llegaron al templo. Allí los estaban esperando todos los druidas del Clan de las Cenizas y varios ciudadanos ilustres, todos sentados alrededor de una hoguera en el centro del templo.

Aquella ancestral edificación, al igual que la ciudad que la precedía, no se distinguía por poseer una arquitectura eximia. Consistía simplemente en once pilares de piedra descansando bajo el cielo nocturno y acogiendo, de forma casi respetuosa, un altar de cuarzo. Aquellas columnas habían sido el núcleo del Clan de las Cenizas desde los albores del mundo. Alguna vez, se decía, habían sido estatuas de los once hijos de Titbiz, árbol gigantesco que había dado nacimiento al bosque de Eloth. Pero, razón de los vientos y los años, ya todos los detalles se habían lavado y solo quedaban pilares de roca desnuda con alguna que otra arista que invitaban a imaginar la silueta de aquellos exquisitos individuos. Pero si bien la belleza artística ya había abandonado el templo, no así su magia. Nunca un mortal lo había pisado sin sentir, cual relámpago invertido, el milenario poder trepando por sus huesos.


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