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Este ente maligno no estaba solo. A sus espaldas, un centenar de individuos de similares características lo observaban. Compartían muchos rasgos de su líder, pero sus semblantes eran menos atroces. Contemplaban a su señor a la distancia, sin atreverse a interrumpir su letargo.
Entre estos esbirros había dos que se destacaban sobre el resto. Sus posturas impávidas los diferenciaban de los soldados rasos y los señalaban como superiores. A mitad de camino entre los esbirros y su líder, estos dos individuos parecían haber sido esculpidos por la misma mano que este último. El primero de ellos, Megisto, vestía una túnica púrpura y cargaba elixires y polvos de todo tipo. El otro, conocido como Idris, el terrible, estaba completamente cubierto por un manto negro del cual solo asomaba un par de manos jóvenes y ansiosas. Los dos emanaban poder y soberbia mientras que, con miradas ebrias de admiración, contemplaban a su silencioso señor.
—La batalla será difícil –dijo Maki con la mirada perdida en el paisaje de piedra y bosques que yacía frente a él–, nos enfrentaremos a adversarios poderosos. Ya he experimentado sobre mi carne la potencia de su determinación. Hasta tal punto fui fustigado que sentí las manos de mi madre, suaves sobre mis mejillas, llamándome desde el otro lado de las puertas de piedra. ¿Pero qué victoria puede ser más dulce que la que fue edificada a partir de los escombros consecuentes de una derrota absoluta?