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Baris alzó la mirada y le devolvió la sonrisa al amigo.

—Como siempre, tu consejo es oportuno, Eric –contestó al momento que pasaba la mano por su abundante barba.

El druida echó los hombros para atrás, reposó sus manos sobre los muslos y habló.

—Fue una larga noche aquella –comenzó diciendo–. Habíamos dejado la Ciudad Gris temprano a la mañana. Recién cuando el sol comenzó a esconderse, y su semejante de plata a alzarse sobre el firmamento, dimos con el enemigo. Estaban en un claro, preparándose para pasar la noche, cuando los hallamos. Por aquellos tiempos nuestro poder combinado era sublime, contábamos con muchos guerreros y druidas de renombre. Pero ellos no se quedaban atrás. Más allá de Maki, su formidable líder, había varios guerreros temerarios en sus filas.

No hubo palabras ni demoras. Combatimos toda la noche. Mucha sangre se derramó sobre aquel claro. Matamos a docenas, pero también perdimos a muchos. Bajo la luna brillaron sus encantamientos, los nuestros y el metal de las espadas. Individuos recios y difíciles de matar resultaron ser aquellos hechiceros. No regalaban sus vidas ni mostraban piedad, aunque nosotros tampoco. Por las virtudes de soldados como Sarbon y Nial la batalla se desarrolló igualada las primeras horas de la noche. Pero con el pasar del tiempo el masivo poder de Maki comenzó a inclinar la balanza a su favor. Hacia la madrugada, solo dos de nosotros quedábamos en pie, Sarbon y quien les habla. Todos los demás estaban muertos o abatidos. Incluso el mismísimo Nial había sido doblegado por el brujo. Yo me encontraba rodeado por tres hechiceros. Su poder no era excelso, y además estaban agotados, pero también lo estaba yo. Hacía rato que mi enfrentamiento con ellos se hallaba estancado. Sarbon, por su parte, estaba combatiendo él solo contra Maki en una colina cercana. Nuestro difunto rey, como todos saben y al igual que su hijo aquí presente, era rápido y raudo. Razón por la cual, al hechicero negro, que para aquel momento también veía su poder mermado, se le hacía difícil conectarlo con sus artilugios. Moviéndose consistentemente errático y fundamentándose en la tracción de sus piernas, Sarbon conseguía evadir las ofensivas de su adversario. Pero la incomodidad era mutua. Él tampoco lograba acortar distancias y concretar ataques. Finalmente, y en uno de los actos más valerosos que le he visto realizar a un hombre, nuestro rey se abalanzó directamente sobre el brujo. Entendiendo que luchando a la defensiva no conseguiría nada, realizó un ataque frontal que lo expuso a los artificiosos que obviamente lo alcanzaron. Una centella de magia negra laceró el cuerpo de nuestro amado amigo y rey, liquidándolo en el acto. Pero no antes de que pudiese enterrar una de sus espadas en el plexo solar del hechicero. Recuerdo, como si hubiese sido ayer, la imagen del sagrado acero de La Fríapenetrando las blancas carnes de Maki. La estocada fue perfecta, tan profunda y potente que la hoja emergió por la espalda del brujo. El inesperado ataque suicida de nuestro rey quebró momentáneamente la concentración de mis adversarios. Lo que me dio la oportunidad de realizar una certera combinación de golpes y hechizos, y derrotarlos. Cuando alcé nuevamente la vista, observé que Maki, a pesar del terrible ataque de Sarbon, se estaba reincorporando. Les aseguro, mis queridos amigos, que nunca había visto a un hombre recibir tan demoledor castigo y no morir. El brujo arrancó la espada de su caja torácica y, sosteniendo sus propias tripas entre las manos, se puso de pie, dispuesto a seguir luchando. Le podrán, y con razón, señalar mil falencias al hechicero negro, pero jamás se atrevan a acusarlo de temeroso. Puesto que, a pesar de todo, no puedo sino admirar la tenacidad que demostró aquella noche. Por mi parte, viendo que mi enemigo se negaba a sucumbir, recurrí a mis últimas fuerzas y lo ataqué con un conjuro que lo envolvió en llamas. Aquel encantamiento casi me cuesta la vida, pero agradezco a los espíritus del bosque haberme regalado la vitalidad suficiente para, aún exhausto y herido, poder conjurarlo. Ya que fue ahí cuando se signó nuestra victoria. Maki ardió y chilló de dolor por más de un minuto antes de desplomarse calcinado. Unos instantes después se volvió a levantar. Pero en esta oportunidad, apenas vivo y con el cuerpo desecho, ya no mostró intención de perpetuar el combate. Sabía que había perdido. En ese momento me encontré frente a una disyuntiva. Y me declaro culpable de cualquier cargo del que ustedes, nobles ciudadanos, me quieran acusar. Pues opté por regresar al claro a atender a los heridos. Y, consecuencia directa de dicha decisión, permitir que Maki escape.


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