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Mientras los campesinos corrían de un lado al otro en el intento de saciar el deseo del hechicero, este permanecía inmóvil, con la vista fija en un escudo sobre la puerta de la cabaña.

—¿Qué seduce su atención, maestro? –le preguntó uno de sus esbirros–. Estos individuos no son eirianos. Aún no hemos llegado a sus bosques. Y no veo en ellos la estatura característica del guerrero, ni la insoportable paciencia que ilustran los druidas.

—Orienta tu mirada al escudo sobre su puerta –replicó Maki–, la mantis de once brazos representa a los once hijos de Titbiz, la semilla cósmica. Es el escudo del Clan de las Cenizas.

Unos minutos después, el campesino y su mujer comenzaron a traer ollas llenas con la infusión que el mago había solicitado.

—Solo poseemos cinco tazas –dijo, avergonzada, la mujer de anchas caderas y cabeza redonda–. Lo siento, es todo lo que tenemos. Deberán compartirlas.

Maki clavó sus ojos sobre la mujer. Entonces ella notó que aquel hombre no tenía iris ni pupila. Sus ojos, al igual que sus cabellos, eran blancos como la nieve.


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