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—No guardamos asuntos con ellos –replicó, tajante, el hechicero.
Cuando los mercenarios habían perdido toda esperanza de ver a su amo verter sangre nórdica, este extendió su largo brazo con la palma abierta. Unos segundos después, un gigantesco rayo de tormenta, negro, azul y plateado cayó sobre la cabaña de los campesinos. Su entera propiedad se redujo, en una fracción de segundo, a un cráter humeante sobre la roca andina, enrojecida por el impacto. Nada quedó de las ovejas, la cabaña o el humilde matrimonio.
En el rostro de Idris, delgado y lujurioso, se dibujó una sonrisa tan gigantesca como perversa. Nada le daba más placer que ver a su amo utilizar sus devastadores poderes. Megisto, por su parte, se indignó ante la maniobra. Qué forma tan necia de malgastar energía vital, pensó para sus adentros el alquimista, podría haberle pedido a cualquiera de sus esbirros que les corte el cuello a esos campesinos, no hacía falta destruir media montaña.
—No guardaba asuntos con ellos –volvió a decir Maki– pero, al igual que todos los miembros del Clan de las Cenizas, debían morir.